Una idea para reflotar el boliche, que andaba "de capa caída".
Por Enriqueta Barrio (*)
El boliche venía de mal en peor.
Todas las épocas, en realidad, habían sido malas. Después de su apogeo allá lejos y hace tiempo, una suave e indefectible decadencia se había adueñado del lugar.
Todas las temporadas eran un fracaso, cada una venía menos gente que la anterior. Tanto es así que ahora ya se contaban los turistas arribados a la ciudad con números negativos, que no es lo mismo que referirse a locales que partían a otros lares, sino a personas que decidían expresamente no venir. Una estadística medio rara, no más trucha que todas las otras, pero que servía a los fines de demostrar que nunca habíamos estado peor que en el presente.
Entonces, siguiendo los consejos de uno de los parroquianos que había estudiado marketing en una Sociedad de Fomento en un curso gratuito para jóvenes emprendedores, el bolichero se decidió a contratar al Gordo Gustavo para ofrecer todos los miércoles a la noche un karaoke, que en esa época se llamaba Cantobar.
Era un plus que se le iba a ofrecer a la distinguida clientela, junto a las ya repudiadas picadas que ponían en riesgo la salud del más pintado. Decí que a esa edad todos nos sentíamos inmortales y, a las pruebas me remito, un poco lo éramos.
El Gordo traería todo el sistema, ya lo tenía re meloneado: un minicomponente doble casetera; un par de micrófonos, las carpetas con las letras de las canciones, las listas de temas para dejar en las mesas. Agregaría una guitarra criolla para acompañar rasgando algo mientras alguno cantaba, como para darle una sensación más de show en vivo, decía ante la mirada escéptica de los oyentes.
El bolichero, aportaría el sonido, el lugar, y como gesto de su respeto al artista, cada noche al final del show el Gordo se podría clavar una hamburguesa completa sin cargo. Eso sí, las papas fritas las tendría que pagar aparte.
El Derecho a Espectáculo para el Gordo, la barra para el bar.
“Los miércoles, mitad de semana, para cortar con el embole”, argumentaban dándose ánimo, “una vez que se toman dos vinos, sabés las ganas que les da de ponerse a cantar!!!” y se frotaban las manos paladeando las mieles del éxito.
El Gordo dijo que tenían que tomarse un tiempo antes de largar, para armar las carpetas. Qué laburo, pobre Gordo. Copió a máquina la letra de cincuenta temas de rock nacional, y los puso en folios dentro de unas carpetas duras, tamaño oficio, con tres anillos peligrosísimos, que se cerraban con una violencia y un estrépito dignos de mejor causa. Ponía el tema en un casete y pausa cada dos versos, y con dos dedos tipeaba “voy ha-cia el fue-go co-mo la ma-ri-po-saaa…”
Por suerte no tuvo que grabar las pistas, el pelado Somelo consiguió grabaciones a las que les habían prácticamente sacado la voz.
Entonces la mano venía así: en cada mesa iba a haber una hoja con la lista de temas en stock. Una vez que el participante elegía que cantar, se buscaba la letra en la carpeta y SIN SACARLA DEL FOLIO (decía en tono amenazante), se le daba play a la casetera uno y listo. Mientras, en la casetera dos, ya esperaba en puerta el próximo pedido.
No era un trámite fácil, ya que cada lado de casete tenía masomenos once temas y había que embocarle justo al buscado. Pero bueno, con un poco de práctica….
Y llegó el día del debut.
Promovieron entre los habitués la buena nueva, y todos encontramos tentador tener un día más a la semana que justifique salir a mamarnos.
Cabe aclarar que el Gordo tenía experiencia: había “animado” fiestas de 15, algún aniversario de algún club de barrio, esas cosas. Y le encaraba. Eso tenía: el Gordo le encaraba.
No contó con que el ambiente del rock era muy ácido, quizá demasiado para la industria del entretenimiento.
Que no es lo mismo un cuñado borrachín en un casamiento que el Sacco, el Manzo, el Toba y yo a la madrugada.
El Gordo subió al escenario y arrancó exultante. No le andaba el micrófono y, por supuesto, nadie le dijo nada. Habló como diez minutos explicando lo engorroso del divertimento, mientras el público permanecía incólume.
Hasta que alguien se apiadó y le hizo una seña para que le diera on. Y vuelta a empezar todo el speech. Ya estaba re nervioso y las luces del escenario empezaban a hacerlo transpirar.
Los espectadores, en su mayoría por pelilargos con camperas de cuero y punks con crestas poco logradas, no querían subir a cantar. De ninguna manera. No era factible que ninguno de nosotros cantara “Mi enfermedad” frente al resto de los amigos, ni por guita. Báh, ahí no sé, pero así, gratis, ni muertos.
Y el Gordo la remaba…contaba chistes, cantaba con la criolla, resoplaba como loco, sacaba un casete de la cajita y se le caía, y el play no arrancaba, y no, este no era, esperen un poco, yo sé que Amanece en la Ruta estaba en este…
Hasta que, desde el fondo del bar, se terminó la paciencia: el Toba se sacó la zapatilla que, como un misil, recorrió el salón y se estrelló contra el telón de fondo, rozándole la oreja al Gordo. “Basta, loco, son unos salames… ya fue”, dijo desmontándose la guitarra a las puteadas.
Otro emprendimiento local fallido, “quéselevahacer, no somos como los coreanos, allá el karaoke es un golazo”, lo intentó consolar el sonidista mientras el Gordo juntaba las carpetas, los casetes, el minicomponente y la criolla.
Eso sí, antes de irse exigió su hamburguesa completa, la engulló en minutos y se fue, una vez más, con la música a otra parte.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, en Instagram @soylaqueta, enriquetabarrio@gmail.com